Creo que ya van dos meses o un poco más desde que me dieron
la noticia. Era una tarde de verano, el panorama se veía interesante en la
capital, pero es verdad que no siempre las cosas siguen el curso que quisiéramos.
Todavía recuerdo el momento en que le pasé unos exámenes al
médico que me esperaba ese día. No llegué ahí por mi cuenta, sino porque hace
meses la ginecóloga me había enviado hasta allá, pero yo no hice caso, por
varios motivos: cansancio, aburrimiento, ganas de no gastar mi esquivo sueldo
en exámenes y consultas médicas. Según ella, suponía que mi insoportable, y en
ese instante, irregular menstruación (perdón por tanta honestidad) podía
deberse a un posible tema con el azúcar. Fue con un comentario pasajero que me
sugirió que disminuyera el consumo de alimentos azucarados. En ese momento tomé
sus palabras como parte de una rutina y nada más. Una sugerencia que de seguro
no importaba tanto.
Noviembre de 2016: Segunda sesión con mi nuevo dermatólogo.
Fue él quien nuevamente me hizo un chequeo y me mandó a hacer exámenes de un
cuanto hay. Todo bien, salvo dos cosas: mi hierro estaba bajo y para eso
tendría que tomar pastillas. Lo otro: algo que a él lo confundió, por lo que no
se atrevió a darme un diagnóstico determinante: el examen de la llamada “Insulina
Post Carga” no calzaba. Mi insulina se elevó, sin embargo, algo era de
extrañar: mi glucosa y glicemia estaban en perfecto estado. Solo mi insulina
estaba fallando y era para tomar en cuenta. Era evidente: me gustara o no, mi
visita al nutriólogo era inevitable.
Ese día de enero me encontré frente a frente con un señor
mayor, demasiado serio y hasta algo malhumorado. Por lo general, la seria,
precisa, reacia a estas experiencias y poco amigable en estos casos suelo ser
yo. “Me salió gente al camino”, claro. ¿Y qué más podría decir? Finalmente,
esto se resumiría en una frase típica de un antiguo programa de comediantes: “A
ers, ¿quién es el “dostor”?” Sus palabras me cayeron como patada en la guata,
en pocas y honestas palabras: “Me fui a la mismísima chucha.” El nutriólogo con
su mirada seria me dijo lo que antes quise ignorar y que jamás hubiese querido
oír. “Tu glucosa y tu glicemia están bien, pero tienes resistencia en la
insulina.”
No sabría describir con perfecta exactitud todo lo que sentí en ese
momento, solo sé que me derrumbé y que la garganta se me convirtió en un nudo
que me costaría desatar durante el resto de la tarde. Entonces, el médico
siguió con lo demás: me recomendó unas pastillas (Metformina) y, junto con eso,
me pasó una hoja que sostuve con miedo y curiosidad. Era un papel escrito con
sugerencias para llevar una “vida más sana”.
Una vez que salí de la consulta, quedé con varias ideas
dando vueltas: tendría que cambiar mis costumbres, un medicamento nuevo y el
especialista que me atendió no era el más simpático del mundo. Es más, me
pareció derechamente desagradable. Sin embargo, hay algo que hasta hoy le
agradezco infinitamente: él fue sincero, me habló con ese tono verdadero que
tanto admiro, ese que sale sin adornos y que, aunque duela, al final llega por
mejor. Así debería ser toda la gente: hablar sin huevonadas ni darle tantas
vueltas a lo que tiene que decir. De frente y nada más.
¿Resistencia a la insulina? ¿Qué mierda? Desde mi época
escolar tengo claro que la Biología y sus derivados son temas que están lejos de
mi dominio. Por más que me hayan dicho un diagnóstico, yo no sabía la raíz de
este proceso, no entendía qué pasaba dentro de mí. Mi hermana, a pesar de no
ser profesora como mi mamá, papá y yo, igualmente heredó esa capacidad de
enseñar que viene de familia. Fue ella quien me aclaró el panorama con una
explicación más simple. ¿Por qué mis exámenes no cuadraban ni iban para el
mismo lado? Si mi glucosa y mi glicemia están tan bien es gracias a la insulina.
Ella es la que se esfuerza por tener bajo control mis niveles de azúcar y para
conseguirlo llega al punto en que incluso se eleva más de la cuenta. Ella sube
con tal de que mi glucosa y mi glicemia estén en buen estado. Ella sube, aunque
eso le signifique un sacrificio.
Cuando mi hermana me lo planteó de ese modo, me dio pena. Es
como cuando una persona que te quiere se esmera en verte bien y con tal de
lograrlo, es capaz de lastimarse, de dañarse a sí misma y olvidarse de su
propio bienestar. Lo peor es que tú eres tan como la mierda que no le
agradeces, no le correspondes y no la cuidas, es un lazo que no es recíproco… y
si hay algo que odio desde lo más visceral es la falta de reciprocidad, en todo
orden de cosas. Sin embargo, ser recíproca en esta relación con mi insulina no
sería fácil para nada.
Empecé a tomarme sagradamente mi pastilla de Metformina cada
noche, pero eso no bastaría. Era tiempo de cambiar mis costumbres y ese fue el
golpe más bajo de todos. De a poco comencé a dejar el azúcar añadida. Nunca he
sido fanática de las bebidas gaseosas y si las tomo alguna vez, es en poca
cantidad. Eso no era suficiente. En los almuerzos el jugo lo cambié por un vaso
de agua, mi consumo de dulces bajó considerablemente y solo los fines de semana
me permití desordenarme. Con respecto al chocolate, el panorama fue por el
mismo lado. Una barrita comenzó a durarme semanas y no solo unos días. Incluso
una de mis galletas favoritas comenzó a parecerme más dulce de lo esperado. El
problema fue que algo se me hacía más complicado: dejar el azúcar granulada a
la hora del té o café. Al principio, a regañadientes, fui agregando stevia, pero
muy pocas gotas. No me gustaba ni me gusta mucho. Mi cara de rechazo y asco era
evidente y mi familia lo notaba. Lo que ellos no sabían era que “mi verdadera procesión
iba y va por dentro”. Mi ánimo se fue al suelo y la idea de recuperarlo sin
dulzor me resultaba difícil, terrible. Eso que mi consumo de azúcar tampoco es
de un nivel descomunal ni espantoso como el de otra gente que conozco.
Hasta hoy me da pena pensar en aquellas costumbres que he
dejado atrás. Me ha costado regular mi estado anímico. Creo que junto con el
aguante de mi gente, tendré que conversar con el nutriólogo y mi terapeuta,
aunque suene achacoso, pero me resulta más que necesario. Yo era de las que
usualmente andaba con algún caramelo o golosina en la mochila. Hoy son otros
los alimentos que me acompañan. No me prohibieron el azúcar de manera tajante,
pero sí me advirtieron que si no me cuido, puedo terminar mal y, entonces, no
habrá vuelta atrás. Este diagnóstico es una alerta que no puedo ignorar, es la
antesala a la tan temida diabetes, es la oportunidad que la vida te da para que
decidas qué quieres en realidad. Yo quiero cuidarme, respetar y valorar el
esfuerzo que mi insulina hace por mí. Es más, aunque suene re pelotudo para
algunos, cada vez que como algo con azúcar, desde mi mente trato de
transmitirle calma a mi insulina, pidiéndole que no se alborote. Ojalá me
hubiese vuelto así de amorosa y consciente también con mi menstruación, pero
eso sí que es imposible. Cada vez que me llega la maldigo, la puteo y la culpo
por hacerme sentir tan miserable, débil y asquerosa. Yo creo que por eso, ella
se venga de mí. La diferencia es que la insulina ha estado apañando desde
siempre y la necesito. A la regla no y como me estorba y molesta, me la voy a
cortar para que no regrese hasta que realmente me traiga una utilidad, pero eso
es tema aparte.
Durante este tiempo he aprendido mucho, más de lo imaginado.
La resistencia a la insulina es una enemiga silenciosa, pues no se manifiesta
exteriormente. Mi peso está bien, eso no tiene nada que ver. Aquí no podría
cambiar una conocida canción por algo como esto:
“La pinta es lo de menos, vos sos un insulino resistente
bueno.”
No, ni cerca. Se trata de una advertencia que corre por
dentro y que te amenaza, que te puede dar donde más duele, pero que al mismo
tiempo, te enseña. A mí me ha enseñado que hoy mi insulina es mi foco de
atención principal. Ok, no debo despreocuparme del resto del cuerpo, pero hay
puntos que requieren más cuidado. Hoy entiendo que la Romina de hace unos meses
no es la misma que la de hoy, aunque suene exagerado. He tomado una decisión
clara y no hay vuelta atrás: si bien, mi meta es revertir la resistencia a la
insulina, aunque esta se vaya, no quiero volver a mi antiguo modo de vida.
Lo bueno es que, al final, es mejor ver el vaso medio lleno,
pero cuesta mucho. He conocido a gente que se preocupa de estos temas y
comparte sus conocimientos. Yo he optado por reeducarme y en eso estoy. Voy aprendiendo que se puede endulzar el día
a día de otras maneras. Me han hablado de la tagatosa y recetas varias que
tengo en consideración. Esto no está perdido. ¿Lo triste? Sé que hay gente
mucho peor que yo y me duele ver que socialmente, quienes decidimos evitar el
azúcar por salud o quienes no pueden consumirla derechamente, no estén y no estemos
contemplados siempre. No todos los restaurantes, cafeterías o pastelerías
tienen opciones sin azúcar para elegir y eso es fuerte. Es como si no te
tomaran en cuenta, cuando en realidad también queremos y tenemos derecho a
disfrutar de aquellos detalles dulces de la vida. Hace un tiempo esto jamás
hubiese sido tema de preocupación para mí. ¿Por qué tendría que haberlo sido?
La respuesta es clara y aunque suene fuerte y hasta egoísta, es verdad: uno se
empieza a preocupar y a hacer más consciente de ciertas cosas cuando a uno le
tocan de cerca y, directamente, le afectan. Cuando pasaste a la vereda del que
no está contemplado en el menú, porque supuestamente la gente que no come
azúcar “es poca” y eso “no vende”. ¡Cuánta mentira!
He llorado y me he visto pésimo, pero sigo adelante. Mis
últimos exámenes, aunque no han sido 100% exactos me muestran que mi insulina
ha bajado y se nota. Es más, incluso lo he visto en mi peso y en mi nivel de
aguante. Puedo estar en la mesa frente a mi mamá que come manjar y no desearlo
como antes. El azúcar granulada en el té ya no es tema (incluso puedo tomarlo
sin stevia) y con el café optaré por la tagatosa. Hay alternativas, aunque no
sean masivas. Hay lugares que se acuerdan de nosotros, pero hay que buscarlos.
La próxima vez que vaya a la capital con mi hermana o con mi fiel amigo
santiaguino, seguro que el recorrido será distinto si se trata de ir por algo
dulce. Y es que la palabra “resistencia” puede llegar a ser hermosa,
inolvidable y necesaria, excepto si se trata de la resistencia a la insulina.
No acostumbro a escribir sobre temas de salud, menos en mi blog, pero
necesitaba hacerlo. Creo que es un modo de vaciar lo que hay en mi corazón, de
acariciar mi ánimo que aún no se acostumbra del todo a esto. ¿Y por qué tanta
pena?, ¿por qué ha dolido tanto dejar mis costumbres de antes? La respuesta
puede ser desgarradora, pero es cierta. Yo no quería escucharla, pero me la
dijeron. Esto es como estar en rehabilitación, sin mentir. El azúcar, después
de todo, puede resultar aún más adictiva y dañina que la misma cocaína. Yo no
estoy dispuesta a hundirme de nuevo, menos a caer más allá de un fondo que no
quiero tocar.