Supongamos que, en medio de estas
letras, distintas personas llegan a leer. Si me entero de que así es, seguro
que se me va a escapar más de una sonrisa, voy a sentir una emoción inexacta y
mis ganas van a llevarme hacia una especie de celebración: un trocito de
chocolate, un brebaje etílico o un baile frente al espejo. Cualquier
alternativa es válida y, quizás, podría agregar otras mejores.
Mientras voy soltando estas
palabras, trato de no cometer uno de mis pecados imperdonables: pensar
demasiado, hasta el punto de llegar a frenar más de alguna acción mía. No
quiero pensar en las consecuencias, tal vez, mejor idea es echárselas a otro
lado, no sé bien si importa dónde. Siento como si estuviera corriendo, al mismo
tiempo que sigo un ritmo que no tengo muy claro, pero que es el que hay, por
ahora.
No quiero imaginarme reacciones
antes de lo esperado. Es que muchas veces ya he caído en ese mal juego: anticiparme
a los hechos, aferrarme a una sinopsis que muchas veces no es parte del
panorama real. Ya no quiero, no quiero
apegarme a eso. Ya no es el momento y tampoco están las ganas.
Supongamos que, finalmente, estas
letras toman fuerza y comienzan a hacer un recorrido que no sabe de fronteras
ni límite alguno. Eso sí que me gusta creerlo y sería bonito dibujarlo.
Recuerdo que una vez alguien dijo que esto de escribir es como un “striptease”.
Yo creo que es lo (in)cierto, me sumo a aquello. Incluso, me acuerdo de
aquellas jornadas otoñales y primaverales, rodeada de otros personajes que
viven en la escritura. Cada vez que me correspondía compartir algún escrito con
ellos, les decía lo difícil que me resultaba, que era como desnudarse frente a
un grupo de desconocidos. Sin embargo, aquí voy, otra vez. Vuelvo a desnudarme,
sin saber bien ante qué espectadores. No busco aplausos, precisamente. Ustedes
dirán.
Romina Anahí
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