miércoles, 29 de junio de 2016

De una tarde fría y un jubilado como tantos

“Hoy es día 28 y la pensión viene tarde.
A los viejos, ya le digo,
lo baila´o no nos quita nadie.”

(Ismael Serrano)
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“La vida corre desordenada,
los viejos saben por qué.
Las cosas son como yo no pensaba.
Me vuelvo a poner de pie.”

(Matías Oviedo)


Hace días que no escribía en este espacio, como si hubiese estado esperando algo que me hiciera escribir, algo que me removiera y que no me dejara tranquila hasta convertirlo en letras. Ese algo llegó, aunque no fue lo que a mí me hubiese gustado, pero hay situaciones que se tienen que vivir sí o sí, como parte del (a veces, muy injusto) juego de la realidad.

Hoy no me correspondía ir a trabajar ni viajar a Santiago, así que me quedé en mi lugar, junto a mi perrito Quijote. Siempre hay quehaceres, así que en eso estaba cuando, de pronto, una voz de hombre se escuchó desde afuera de la casa. No me hubiese dado cuenta, de no ser por los insistentes ladridos de Quijotito. La reja estaba cerrada, así que no sentí temor. Desde la puerta, vi a un señor ya algo mayor que humildemente me saludó y me contó que arreglaba jardines, que en ese mismo momento contaba con sus herramientas de trabajo y si acaso necesitaba de sus servicios. Sentí que el frío del aire se hacía aún más fuerte y no sabría precisar cuál fue la expresión de mis ojos en ese instante. Algo se quebraba en mí, se paralizaba en medio de una sorpresa cruel: era esa realidad tan típica de esta larga, angosta y, a veces, tan miserable faja de tierra. Sin saber bien qué decir, le di las gracias, pero le respondí que no era necesario.Al entrar y cerrar la puerta, lloré. 

Y es que ese hombre no tendría por qué estar recorriendo las calles ni gritando por las casas ofreciendo sus servicios como jardinero. Él debería haber estado disfrutando de la tarde de invierno acompañado de un café, un té o un mate, junto a un libro, la radio o algún programa cualquiera de la tele, pero no.
“Jubilación de mierda”, pensé entre lágrimas. Claramente, él era uno de los tantos jubilados que cada día en Chile tienen que buscar distintos medios para darle la pelea al calendario y a cada uno de sus días, porque las pensiones en este país son una de las tantas burlas a las que estamos expuestos. Y digo estamos porque, aunque me faltan varias vueltas al sol para vivir eso, “los viejos son nuestro futuro y es todo de lo que estamos seguros”, como diría una canción de Matías Oviedo. La misma canción que estaba escuchando hace unas horas, como si ella me hubiese anunciado aquel encuentro que estaba por venir.

Si existe algo cierto es que muchas veces, aunque no queramos, actuamos con torpeza ante lo sorpresivo, ante eso que nos rompe el esquema y que hasta nos derrumba. Después, nos preguntamos: “¿Por qué no habré hecho esto? o ¿por qué no habré reaccionado de esta otra manera?” El problema es que ya es tarde y no hay marcha atrás. Yo, después de hablar con aquel señor, me pregunté por qué no le pedí sus datos para recomendarlo a otra persona o para tenerlo en cuenta para otra ocasión. Sí, me arrepiento, pero no sé si volveré a verlo. ¿Saben? Es extraño que piense eso, más cuando me considero una persona bastante desconfiada. Sin embargo, tengo una intuición que siempre me ha sabido acompañar y ese hombre no era un mal tipo, sino uno de esos tantos que continúan su andar, en medio de un Chile de injusticias, en el que “el chancho está mal pelado”. Pésimamente repartido, esa es la verdad.
Mientras la balanza se inclina a favor de los poderosos, esos que tienen todas las de ganar, personas como el hombre que hoy vi siguen, tal vez, sin saber muy bien cómo, pero saben por qué. Porque no queda otra, porque los ciudadanos no tenemos el toro por las astas y no podemos decidir por cuenta propia cómo destinaremos nuestros ingresos al enfrentar esa temible puerta que se abre amenazante llamada “jubilación”.


Hoy en la noche, solamente mi hermana supo lo del episodio vivido esta tarde. Igualmente, ella se conmovió ante la historia. No me sentí capaz de contárselo a mis viejos en la mesa, porque sabía que iba a volver a llorar y no quise alarmarlos más de la cuenta. Y no quiero dármelas de sentimental, pero es imposible no sentir pena, rabia, impotencia y sus derivados al ver que esta realidad se replica en todos los rincones de Chile. Y con un nudo en la garganta, llego a la conclusión de que no bastaría que el hombre de hoy encuentre uno o más jardines para arreglar. Este es un asunto que tiene una raíz mucho más profunda y que, por más que quisiéramos como comunidad, no queda exclusivamente en nuestras manos. ¿Qué se supone que viene ahora? Si ese señor vuelve a pasar por aquí, espero reaccionar distinto. Quizás, mi actuar fue resultado de la capacidad de asombro que aún no pierdo. Ojalá nunca la perdamos. Creo que es una de las pocas pertenencias que no pueden quitarnos, incluso con el paso de los años.