sábado, 23 de abril de 2016

Día del Libro: Mi vida con ellos

23 de abril: cuentan que el Día del Libro se conmemora (o celebra, si gustan) en esta fecha como motivo de la partida de tres grandes escritores. Eso dicen, al menos.
Aunque el día ya casi termina (y seguro que, al publicar esto, ya habrá pasado) tengo que contar que desde hace años este día algo de diferente tiene en mí. Podría decir, desde que comencé a ser parte de este espacio, desde que dio inicio a mi camino junto a las letras. Nadie dijo que esto sería tarea fácil, no lo es hoy y tampoco creo que mañana ni pasado.

A propósito, tengo dos recuerdos que hasta hoy atesoro de mis días de niña: mi programa radial que grababa en cassettes y que solo escuchaba mi familia, mientras hacía mis “transmisiones” y una colección de libros de cuentos que me sabía al derecho y al revés, según me cuentan. “Gobolino, el gato faldero” y “Los viajes de Gulliver” fueron algunas de las historias que me llevaron hacia un lugar inesperado y azaroso, ese al que le llaman Literatura.

Voy a dar un salto, años más tarde. No pretendo dar una reseña de lo que es en sí el Día del Libro, digamos que, simplemente, quiero escribir parte de lo que ha sido mi vida con ellos. Este año se cumplirán 11 años desde que me di cuenta de que esto de narrar historias se convertiría mucho más que en un pasatiempo. En realidad, no pensé si realmente alguien iba a llamarme “escritora” (aún da cierto pudor declararme como tal, pero esto es lo que soy, aunque me falte muchísimo por recorrer) Comencé en los recreos, en los instantes libres de mi época de pingüina, cuando el lápiz y el papel fueron el mejor refugio más de una vez. ¿Quién diría que tiempo más tarde, el 2011, publicaría mi primera novela, esa que empezó a gestarse en aquellos días de escolar?

Han pasado algunos años desde entonces. Actualmente, me da cierta risa nerviosa, tierna y especial cada vez que recuerdo algunos párrafos y capítulos de “Curso intensivo para borrar lo imborrable”, mi primer libro. Confieso ser muy autocrítica y, aunque en el presente no me quedan más ejemplares para vender ni regalar, tengo la versión digital. Más de alguna de mis amistades o conocidos me lo han pedido, pero cuando me dispongo a enviárselos, el pudor me vence. Esa primera novela era tan, tan, tan juvenil y cándida, que ya no me reconozco en ella. Si pudiera “remasterizarla”, de verdad, lo haría. Sin embargo, no sería igual. La narradora no sería la misma, no sería la auténtica protagonista, Magdalena Jaureche.

Año 2012: La Romi, luego de una desilusión amorosa que casi la deja sin aliento ni luz, escribió la segunda parte de “Curso intensivo…”.
Luego de pensarlo mucho, decidí dejar ese libro escrito, pero no voy a publicarlo. Varios me han preguntado la razón. Yo les he dicho: la temática me terminó agotando a tal punto que se acabaron las fuerzas y las ganas. Quizás, algún día cambie de opinión, aunque lo veo muy difícil. Esta novela, especialmente, fue mi tabla de salvación en medio de una marea que parecía no acabar.

¿Y ahora qué? Luego de aprender y vivir la experiencia de un taller literario de Narrativas Urbanas, comenzó a gestarse una idea que hoy estoy trabajando y que me ha hecho crecer mucho. Así lo siento. Sí, totalmente diferente a la chiquilla que escribió “Curso intensivo…”. Puedo decir, entonces, que “mi tercer hijo viene en camino”. Quiero recibirlo como corresponde y quiero más aún que ustedes puedan leerlo.

De acuerdo. Todo esto puede sonar muy autorreferente para algunos, pero quiero compartir esta experiencia que significa dar vida, a través de las palabras, hasta que el trabajo de mucho tiempo llega al punto en que se convierte en un libro. Tengo clarísimo que todavía, a pesar de mis años narrando, queda muchísimo por hacer, vivir y comprender. Hasta hoy, sigo agradecida de aquella gente de letras que me ha formado y me ha enseñado. No sé si puedo adelantar algo, pero, en medio de una aventura, decidí tomar el riesgo y yo también empezaré una ruta nueva: no solo la de aprender, sino la de compartir lo aprendido con mis coterráneos. Falta hace en este lugar.

Y bien, antes de escribir, siempre hay que leer. Mucho falta por descubrir, aunque empecé a jugar a la niñita lectora desde muy pequeña. Ahora, especialmente, me mueve y me inspira la literatura de Chile y, en general (odio esa palabra), de Hispanoamérica. Grandes maestros y maestras, increíbles e inolvidables relatos. No me olvido de ciertos clásicos, pero por aquí se queda mi identidad. Hay libros que punzan, que remueven, que provocan risas, sollozos y bronca. Libros que se quedan tatuados y otros que también pueden borrarse, pero que siguen siendo historia. Hay libros que fueron destruidos, otros que siguen en pie. Otros que se los llevó el olvido y que murieron de frío. Algunos han pasado por tantas manos que se pierde la cuenta. Hay libros que me han hecho odiar, otros que me han salvado. Hay libros y, si todo sigue y mejora, seguirán estando.


P.D: A mis querid@s coterráne@s, atención durante los próximos días. ¿Creían que el Mes del Libro pasaría “piolita” por nuestro lugar? ¡Se vienen sorpresas!







lunes, 11 de abril de 2016

Lo que queda (Y lo que pasó después de desafiar lo que había)

Tengo un nudo en la garganta, pero algo inexplicable aún no me deja llorar. Lo intento, pero no me resulta. ¿Qué se supone que es esto? En estos momentos, pienso en un par de canciones que refleja mi situación actual. ¿Cuál? La de hacerme cargo de mis decisiones y comprobar a golpes que esto fue un riesgo más fuerte de lo que esperaba. Decidí nadar contra la corriente y los costos han sido altos.

Hace unos días, en un bonito lugar de mi tierrita natal, fui espectadora de una comedia unipersonal llamada “Un actor cesante”. En realidad, por más de un instante, más que espectadora me sentí como en una suerte de espejo, aunque con una versión propia. No acostumbro a tratar estas cosas en mis escritos, creo que estos temas ya tienen que ver con algo más personal y debería bancarme los hechos en silencio, pero las letras, después de todo y nada, siempre son la salida. La mía, al menos.

Desafiando los comentarios y juicios de más de alguien, lo decidí: pese a tener mi título en mano, comprendí que hay situaciones por las que no pretendo volver a pasar. Muchos me dijeron que “esto es así, después te acostumbras” y frases por el estilo. Para los lectores que ya saben de este espacio, pero no conocen esto, soy profe de Lenguaje en un país donde el rol docente está por el suelo. Muchos se preguntarán por qué estudié eso, entonces. No voy a profundizar ahí, creo que este texto se podría extender más de la cuenta, pero tuve y tengo mis motivos. Me siento orgullosa de lo que soy y de lo que logré, pero aquí hay algo que quiero recalcar: soy profe, no mártir de la educación. Lamentablemente, muchos ven y viven esto como auténticos sinónimos.

Por fortuna, tengo algunas cartas todavía a mi favor. No tengo una familia sobre mi espalda ni algo que me amarre a tomar “lo primero que salga”. Mi hijo perruno cuenta con lo necesario, ya que algo tengo para sostenerme, aunque sea un poquito. Es cierto, con solo unas horitas esquivas y fugaces es más complejo. Sin embargo, “peor es mascar lauchas”, como dicen por ahí. A pesar de esa pequeñita fuente laboral que solo me afirma lo justo, me considero cesante el resto de la semana. Lo confieso avergonzada, pero sin ganas de echar pie atrás.
No crean que mi decisión fue por capricho. El año pasado, luego de vivir una experiencia laboral que me marcó a fondo, pensé: “Soy profe joven, pero no por eso voy a dejarme aplastar por gente déspota, que carece de tino y de temple”. Qué miserable pueden volverse ciertas personas cuando llegan a ejercer el poder (“ejercer”, así lo diría M. Foucault) Lo viví desde la barrera del “oprimido”, citando de nuevo a Foucault y mis disculpas si esta referencia me hace ver… no sé… odiosa o arrogante, pensarán algunos, tal vez. Se los dejo a ustedes. Yo solo quiero compartir lo que va saliendo para poder desenredar lo que hoy vive en mí.

Se supone que yo debería tener la respuesta. De hecho, la tengo. Lo que no hay es una puerta ni una ventana que se abra, por más que he golpeado. ¿Qué más puede hacer una profe de Lenguaje que solo sabe hacer clases y que, más que docente, es escritora? Hacer clases, escribir. ¿Qué más? Parece poco, aunque suene valioso, pero en términos exactos, la ruta se vuelve estrecha. He hecho una búsqueda intensa por distintos sitios. Todo ha parecido ser en vano. Ya no me quedan más ideas en el tintero. Me he escabullido en medio de avisos que no tienen lazo con mi profesión, pero el agotamiento empieza a caer sobre la espalda. No soy una experta en cocina, artes manuales ni tampoco tengo una Pyme. Solo sé hacer clases y escribir, repito.

No crean que la docencia no es lo mío, pero el discursito de la vocación a prueba de balas y de gente prepotente no va conmigo. Preferí cuidar mi salud, pero tampoco me está haciendo muy bien este presente movedizo y, a la vez, inmóvil. A pesar de mi necesidad de instantes solitarios a la hora de jugar a ser narradora, siempre me gustó trabajar con gente. Incluso, mis sueños de profe aún no están sepultados por completo. Me encantaría compartir lo que soy y lo que sé con quien quiera escucharme y me valore. Para quienes son profes (también para los que no), pensarán que estoy creyendo en un imposible, que hay que adaptarse a lo que hay y existe, que la costumbre llegará. Yo no quiero acostumbrarme a lo que ya tuve que pasar antes. Es más, sería feliz impartiendo talleres literarios, haciendo clases a adultos o siendo parte de un equipo que tenga la misión de escribir y escribir. No quiero liquidar mi energía, mi voz, mi fuerza ni mi dignidad. No de nuevo. 
Decepcionada, he visto cómo muchos ya han caído en eso y no quiero ser una más. También, he visto cómo otros cambian de rumbo y se valen de otros talentos que les sirven para vivir en medio de este cruel sistema. Mientras tanto, continúo paralizada, a ratos, pensando qué otra carta podría apostar hoy. Puertas y ventanas golpeadas que no abren, apuestas que se pierden, ansiedad, onicofagia.

Qué difícil y arrollador resultó esto de nadar contra la corriente. ¿Que si me arrepiento? No, pero sí me duele y avergüenza este relato. Sin embargo, el impulso me lleva a liberarlo, a narrar y a compartirlo. Puede resultar decadente, desabrido o los calificativos que quieran darle. Yo escribo esto porque la presión en el pecho y lo incierto me apagan las ganas y necesito saber que alguien va a llegar hasta aquí, que va a leer, que va a juzgar (para bien o para mal), pero que no estoy sola en esto. No lo estoy. No soy la única.

La noche melipillana está fría, pero eso ya no importa. El nudo en la garganta sigue presente, pero se siente más suave. Algo inexplicable aún no me deja llorar, aunque lo intento. Pienso que debe ser mi madrina que, desde su estrella, me cuida y me regala una fuerza que no sé hacia dónde guiar ahora. Sí, ahora. Mientras los minutos siguen corriendo y, en medio de una música precisa, una profe y escritora se desvela. Se desvela para despertar extrañamente contenta a la mañana siguiente, sin saber bien los motivos, pero con el deseo de aferrarse a ellos y seguir pensando, aunque suene muy ingenua, en que encontrará el espacio para estar feliz y hacer felices a los demás. Se lee y se escucha pegajosamente cliché, pero esto es lo que queda.











lunes, 4 de abril de 2016

Por saber de ti

Solamente mis caprichosas divinidades saben de todas aquellas cosas que hoy quisiera contarte.
Con algo de dudas, tengo que decir que estas son las primeras letras para ti publicadas en este, mi espacio. Por favor, espero que esto no se malinterprete, tampoco quiero que ocurra lo mismo con mis intenciones. Nada más lejos. Simplemente, es el oficio del “querer saber” o… qué sé yo. De un tiempo a esta parte, te volviste como aquellas historias indescifrables. Una historia que, por ahora, no me siento capaz de seguir buscando. No porque no quiera, sino porque me cansé y no lo digo desde el enojo. Lo confieso desde la incertidumbre y la desesperanza.

Te perdí el rastro. Perdimos el rastro, así como se pierden las fuerzas al luchar por causas casi imposibles, como se escabullen las ideas que van a escribirse, pero que no alcanzaron a pegarse en el papel.

No sé bien por qué escribo esto como si fueras a leerlo, cuando, en realidad, nada me asegura que llegarás hasta aquí. Si así fuera, jugando a imaginar, lo escribo porque, en medio del insomnio, un collage de los sueños que he tenido durante los últimos meses cayó de golpe sobre mi espalda y mi memoria. Creo que ya conozco, en cierto modo, la dinámica de mis vaivenes oníricos. Cuando sueño con personas de mi entorno (cercanas o no), algo sucede y, por lo visto, suena bastante obvio y poco novedoso. El asunto es que, en mi caso, me sirve para reparar en ciertos detalles o situaciones que pueden estar fuera de la vista. A veces, simplemente, los sueños son reflejo de aquellos que echo de menos o que siento que deberían regresar por algún motivo.

Intuiciones, premoniciones… no sé cómo se le llama a esta conexión entre mis corazonadas y los “avisos” que recibo, mientras sueño. De verdad, esto para mí dejó de ser un “don”, como dirían algunos, y ya me ha resultado molesto. A veces, quisiera no saber qué va a pasar o ser lo suficientemente fuerte para no temer y advertir a quien deba hacerlo. ¿Advertir de qué? No sé, pero darte una señal de alerta, de algo que me inquieta. Por eso me he acordado de ti, loco, y por eso la ausencia me hace brotar preguntas.

Recuerdo que antes, las veces en las que te entrometías en mis sueños nocturnos, los finales eran gratos y luminosos. En el último tiempo, algo ensombreció esa trama. “Algo” que tuve que matar al momento de escribirlo en mi actual novela. Aunque esto sea un completo spoiler, confieso que esa fue la única salida que encontré para liberarme de ese “algo”. Afortunadamente, resultó y no volvió nunca más a convertirse en pesadillas. “Algo” murió y yo lo maté. Lo digo con la frente en alto, con las manos manchadas de tinta y sin remordimiento. Sin embargo, las interrogantes continúan, de repente.

Qué ganas de contarte y compartirte tantas cosas. En nombre del tiempo y de una especie de lazo suspendido no sé dónde. ¿Un lazo que alguna vez existió? Aunque duela, he llegado a dudarlo. ¿Tus motivos? De seguro, son válidos y comprensibles. Solo me bastaría saber que no ha ocurrido… no sé. Solo me bastaría con saber que todo va bien y mirarte para estar tranquila de que así es. Más de una vez te he escrito, siempre lo he hecho en español.  ¿Cómo quieres que te diga que estoy preocupada? ¿Conoces la Clave Morse? Tal vez, sea una singular opción. Quizás, cuando aprenda chino mandarín (falta cada vez menos para eso) pueda decírtelo en ese idioma y, de paso, aprovecho de compartir algo nuevo contigo. Esto último no lo digo molesta, en caso de que así se interprete. (Tómese como un jueguito en medio del relato)

Tal vez, todo va de maravilla y si te contara y describiera los detalles de esos sueños, te burlarías, te reirías y con esa iluminada sonrisa de cebada me pedirías que me calmara y me dirías que todo va bien y que no ocurrirá nada. ¿O no? Ni idea…

Mis caprichosas divinidades lo saben. Te he buscado, sin anticiparte mi inquietud para no preocuparte ni quedar como una ridícula. Te he buscado, aunque no solo por eso. Por saber, por no saber, por querer que estés bien, porque no hacen falta razones si se quiere escribir, si quiero leerte y que me leas. Si quiero verte y que me veas y así, narrarte a mi manera, desafiar mi rol de profe y tratar de resumirte de manera comprensible lo que han sido estos últimos meses.


Sí, y ahora, apostando una carta incierta, espero que me leas. Aunque tampoco voy a invitarte en la insistencia a que lo hagas. Feliz de envolverte en mis letras, si llegas. De lo contrario, estas palabras pasarán. Tal vez no por ti, pero lo harán. Y si hasta aquí llegaste, en medio de tu vorágine, quiero que tomes esto y lo guardes. ¿Cómo y dónde? Déjaselo a tu creatividad. Después de todo, eres un loco como yo y sabrás hacerlo.